lunes, diciembre 25, 2006

Eterno señor Dinamita

James Brown ninguneó a la raza dominante con un estilo de tal potencia que nadie después de verlo pudo negar sus ganas de haber nacido negro.


Nación Domingo


Que ya no volverá a haber músicos como James Brown es el tipo de asuntos sobre los que debiésemos organizar marchas y llantos colectivos, porque el hombre es, a corto plazo, más valioso que un iceberg antártico.

Se cumple este año medio siglo de la aparición de su primer single, “Please, please, please”, esa balada de clamor amoroso con coros de los Famous Flames que el hombre parece haber grabado de rodillas (“Pleeeeaseeee, don’t goooo….. honeeeeey”) y que ningún auditor blanco supo apreciar a tiempo. Fue el primero de varios golpes bajos que Brown recibió de una industria musical que todavía tenía los oídos tapados de racismo, y que acomodaba su intolerancia en rankings separados para pop y R&B, con puestos que rara vez se cruzaban. Brown se propuso cambiar las cosas, y en silencio soñó con el día en que dejaría con la boca abierta hasta al último red-neck sureño.

Ray Charles había logrado que la raza negra pareciera elegante, y Diana Ross teñiría al fin de oscuro los sueños eróticos de los jovencitos blancos. Pero James Brown logró lo más significativo de todo: ninguneó a la raza dominante con un estilo de tal potencia y carisma que nadie después de verlo pudo negar sus ganas de haber nacido negro. No fueron necesarios grandes discursos ni estrategias.

Un show de James Brown en plenitud de condiciones era una sacudida social de expansión insospechada, como cada nueva entrevista de Muhammad Alí, como la porfía de Rosa Parks a cambiarse de asiento en ese bus de Alabama. El día en que asesinaron a Martin Luther King, el alcalde de Boston le pidió al hombre de “Sex machine” televisar su concierto de esa noche para mantener en sus casas a los potenciales protestantes. Y funcionó.

Tampoco habrá otro Lennon ni otro Sinatra, podrá argumentarse, pero James Brown sostiene una biografía única, en la que no ha habido ni un año que pueda considerarse convencional. Es una historia sufrida, vinculada de modo esencial tanto al arrojo de su talento como a la locura completa que parece ser su filosofía privada. Criado en el prostíbulo de una tía (las primeras palabras que recuerda haberle escuchado a su madre fueron “quédense con él”), a los 14 años ya estaba preso por robo. Vendrían más cárceles, incluso durante su fama. Brown se declara una víctima de un Estado discriminador: “Si no le permites a un hombre educarse, entonces no lo encarceles por ser estúpido”, pide. Sus escasas entrevistas están llenas de reglas (como no llamarlo “James”) y respuestas que son casi tan estimulantes como sus canciones. Orgulloso de sus raíces de pobreza, quién podría desmentirlo cuando asegura saber más de la vida real que cualquier político. Su machismo sería gracioso si no fuera porque acumula varias acusaciones de maltrato, y es que James Brown cree que “el hombre debe conocer sus obligaciones, tal como la mujer sus limitaciones”.

En una reciente entrevista para el diario inglés “The Independent”, el músico responsable de los discos más sampleados de la historia decía estar “al nivel de Mozart, de Schubert, de Bach y de Beethoven”, para luego asegurar, sin ironía, que “los años me han ido poniendo más modesto”.

Vivía en un pueblo pequeño de Carolina del Sur que en diferentes sectores tiene un “James Brown boulevard”, un “James Brown Arena” y una estatua de bronce modelada con su imagen. Uno de sus últimos conciertos fue en mayo, en una fiesta privada en la casa inglesa de David y Victoria Beckham. Los músicos jóvenes no paran de citarlo como influencia, y algún crítico cotizado lo describió hace poco como “más importante que Elvis”, Y, por alguna razón, el hombre nos sigue pareciendo subvalorado.

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