domingo, marzo 18, 2007

América Latina después de Bush

JORGE G. CASTAÑEDA

18 de marzo de 2007

Una vez más, el presidente de Estados Unidos no cumplió con las expectativas en América latina. Como era de esperarse, el presidente George W. Bush fue bien recibido por todos sus anfitriones en los cinco países que visitó, con la tradicional hospitalidad y cordialidad latinoamericana. No hubo mayores incidentes desafortunados; las constantes protestas fueron estridentes, pero no especialmente violentas o masivas; no se produjo ningún desaire o contratiempo importante; y el presidente Bush logró lo que probablemente más le interesaba: enviar un mensaje a Estados Unidos de que, en efecto, está interesado en otras cosas además de Irak.

También alcanzó, de una manera un tanto indirecta, otro objetivo: representó bien a su país, por así decirlo, frente al creciente desafío del presidente venezolano Hugo Chávez, quien, gracias a cantidades prácticamente ilimitadas de petrodólares y médicos y soldados cubanos, es muy popular en toda América Latina.

Chávez molestó sin cesar a Bush en casi todas las paradas en el camino, pero el líder norteamericano evitó las provocaciones e, inclusive, probablemente haya superado a Chávez en el sentido de que un presidente norteamericano antipopular logró dominar la agenda y llevar la batalla de las ideas directamente a los públicos latinoamericanos, con quienes los venezolanos y los cubanos están en contacto todos los días. Bush también pudo cambiar en parte el tono del mensaje de Estados Unidos en el hemisferio: desde el libre comercio y la lucha contra el terrorismo, hasta el combate de la pobreza y el fortalecimiento de la democracia y los derechos humanos. Si Bush hubiera hecho este viaje hace varios años, las cosas hoy serían diferentes.

Pero todos hoy también estarían mejor si Bush hubiera sido capaz de pronunciarse sobre las principales cuestiones que sus interlocutores le plantearon. En este sentido, a pesar de las consabidas fotografías y abrazos y la cocina local, el presidente norteamericano simplemente no estaba preparado, dispuesto o en condiciones de llevarle satisfacción a sus colegas, de una capital a la otra.

En Brasil, la principal demanda y esperanza del presidente Luiz Inacio "Lula" da Silva estaba depositada en la reducción o eliminación de los aranceles estadounidenses a las importaciones de etanol. Bush dijo que no, ya que el arancel existe por mandato del Congreso y, por lo tanto, diluyó marcadamente la importancia del acuerdo de cooperación sobre biocombustibles que firmaron los dos gobiernos. En Uruguay, el presidente Tabaré Vázquez quedó en una posición de desventaja sólo por recibir a Bush, dado que sus problemas con Néstor Kirchner, su vecino argentino amigo de Chávez, no podían más que agravarse como resultado de estos acercamientos "peligrosos". Vázquez necesitaba cierto respaldo en lo que concierne a la situación de los inmigrantes uruguayos en Estados Unidos y, principalmente, incrementos en las cuotas de sus exportaciones al mercado norteamericano. Nuevamente, Bush lo dejó con las manos vacías.

Álvaro Uribe de Colombia se mostró contento simplemente con la visita de un jefe de Estado norteamericano a Bogotá; el último en hacerlo fue Ronald Reagan en 1982. De hecho, el de Bush fue un gesto de valentía: a pesar del éxito de Uribe en la lucha contra el narcotráfico, los paramilitares y las guerrillas, su capital no es un lugar particularmente seguro.

Bush también le brindó su apoyo en materia de derechos humanos, lo cual, viniendo del caballero responsable —a los ojos de la mayor parte del mundo— de Guantánamo y Abu Ghraib, tal vez suene difícil de creer. Pero la mayor desilusión para Uribe, aunque entendible, es que el presidente norteamericano no haya podido traer consigo la garantía de un apoyo legislativo al Acuerdo de Libre Comercio de Colombia con Estados Unidos o de una financiación renovada para el llamado Plan Colombia.

En Guatemala, una vez más, el presidente Óscar Berger estaba obviamente orgulloso de recibir a Bush, pero no logró obtener de él un compromiso para frenar las inhumanas y abominables ofensivas de Seguridad Interior por parte de las autoridades policiales de Estados Unidos contra los inmigrantes indocumentados, ejemplificadas por la detención e intento de deportación, en la víspera de la visita de Bush, de casi 300 guatemaltecos que trabajaban en una fábrica de chalecos militares de Massachussetts.

Donde a Bush le fue mejor quizás haya sido en Mérida, México, donde Felipe Calderón no sólo lo recibió con la misma amabilidad con la que suelen recibirlo los presidentes mexicanos —aunque le reclamó a su invitado por el muro que Estados Unidos está construyendo a lo largo de la frontera entre ambos países—, sino que a cambio recibió lo que necesitaba y más quería. El norteamericano asumió el compromiso firme, explícito y aparentemente sincero de hacer el mayor lobby posible a favor de lo que él llama "una reforma inmigratoria abarcativa" y lo que en México comúnmente se conoce como "toda la enchilada".

Si Bush puede o no cumplir con lo prometido, obviamente, está en duda, pero dado que el líder de la mayoría del Senado, Harry Reid, viajó a la Ciudad de México dos días después para formular el mismo compromiso, parece que los seis años de esfuerzos en vano por parte de México finalmente podrían rendir sus frutos. De más está decir que Calderón estaba emocionado, en especial, porque había empezado a alejarse del énfasis que su antecesor, Vicente Fox, había depositado en la cuestión de la inmigración.

Inversamente, si Bush no puede conseguir suficientes republicanos moderados en el Senado norteamericano —en realidad, probablemente ya estén allí— y en la Cámara de Representantes de Estados Unidos, la desilusión y el resentimiento en México (así como en todas partes en América central, el Caribe, Perú, Ecuador y Colombia) serán inmensos.

Pues bien, ¿cómo siguen las cosas entre Estados Unidos y América Latina? Por delante hay varias decisiones cruciales. La primera es que Estados Unidos y el resto de la región apoyen con entusiasmo, y en lo posible, refuercen los instrumentos de protección de la democracia y los derechos humanos desarrollados a lo largo de los años, dada la precaria naturaleza de la democracia y el respeto por los derechos humanos en países como Ecuador, Venezuela y Bolivia, entre otros.

La segunda es que la Casa Blanca no sólo logre que el Congreso ratifice los acuerdos pendientes de libre comercio, sino que los mejore y, en base a la experiencia del TLC, logre que sean más sensibles a la pobreza, que estén más orientados hacia el medio ambiente y la mano de obra y que ofrezcan más apoyo a la infraestructura y la capacitación.

La tercera, y tal vez la más importante, es que Bush finalmente tiene que lograr la reforma migratoria que prometió hace tanto tiempo. Dejar de construir muros y poner fin al acoso a la gente indocumentada en Estados Unidos. Es aborrecible y, de más está decirlo, inútil: como lo dijo el propio Bush, Estados Unidos, nunca deportará, podría deportar o debería deportar a 12 millones de personas, indocumentadas o no.


Jorge G. Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México, es profesor de Política y Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York


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