miércoles, julio 02, 2008

Betancourt, de vuelta a la vida tras el infierno

ABEL GILBERT
BUENOS AIRES


Ingrid Betancourt vuelve despacito a la vida, con el último aliento que guardaba en su boca. "Mientras siga respirando, tengo que seguir albergando la esperanza", dijo. Pronto podrá hablar en pasado de un calvario de más de seis años. El rostro abatido de esta mujer se había convertido en símbolo del drama colombiano. Fue una imagen silente, sin sonido, tal vez porque las palabras no alcanzan a penetrar la hondura de un desgarramiento individual y colectivo.

Al verla, Colombia, o al menos una parte de su sociedad civil, despertó de su larga e indiferente siesta, pidiendo por ella, a principios de este año. El país se estremeció también con la carta que le dirigió a su madre, Yolanda Pulecio, aquella en la que le contaba: "Aquí vivimos muertos‡". Betancourt la escribió en una letra abigarrada y urgente. Habló en esas páginas de su condición de cautiva casi exánime y friolenta. Era el testimonio de una mujer que no comía y a la que se le caía el cabello "en grandes cantidades". Ese mensaje llegó desde un lugar perdido de la selva del sur colombiano a las ciudades y a todo el planeta. "Piden pruebas de supervivencia a quemarropa y aquí estoy escribiéndote mi alma tendida sobre este papel‡", decía.

PESADILLA SIN FIN

Betancourt nació en la Navidad de 1961. La secuestraron en febrero del 2002. La rehén llegó a una situación donde hasta parecía vedada la posibilidad de soñar el fin de la pesadilla. "No tengo ganas de nada porque aquí la única respuesta a todo es no. Es mejor, entonces, no querer nada para quedar libre al menos de deseos", le dijo a su madre en aquellos días de una impotencia que parecía interminable.

La mujer, la madre, la excandidata presidencial, se había convertido en una moneda de cambio, la forma de una transacción que vagaba por la impenetrable manigua mientras le sudaban las manos y se le nublaba la mente. Betancourt caminó en la espesura, custodiada por sus captores, reducida a veces a la condición de ser nada; en otras fue objeto de escarnio y sorna.

Dicen que durante una larga travesía, en octubre del 2004, cuando tuvieron que cargarla en hamaca por su hepatitis, la trataban sin ninguna consideración. No les importaba a sus captores si se golpeaba contra los árboles o si necesitaba imperiosamente descansar. La dejaban tirada en el piso, como si fuera un bulto que ni siquiera encontraba energías para sostener su morral.

La cautiva se acostumbró a dormir en los huecos, como un animal. Se le hizo carne eso de perder el sentido de las horas, transformadas en "un desperdicio lúgubre de tiempo‡". Su padre, el exministro Gabriel Betancourt, falleció pocos meses después de su secuestro. Los hijos crecieron sin la madre. "Ya hay otro hombre encima de la voz de niño", conjeturó la rehén. Su esposo, Juan Carlos Lacompte, se acompañó todo estos años en la casa de Bogotá con una imagen tamaño real de la excandidata. Ha dejado en cada lugar las pertenencias de ella, como si su ausencia fuera reciente.

Cuentan que cuando apenas llevaba un día y medio en poder de las FARC empezó a tramar su fuga. La primera tentativa, reveló la revista Semana, tuvo lugar a los 40 días de haber sido capturada. Se lanzó a la jungla junto con Clara Rojas. Estuvieron allí cuatro días. Casi mueren. Pese al fracaso, Betancourt volvió a reincidir en tres ocasiones más. Pero, al parecer, hubo un momento en el cual el peso de la resignación la llevó a esperar el peor de los finales.

LAS PRUEBA

Los colombianos guardan en sus retinas dos fotos de ella. Una, de agosto del 2003, la que fue su primera "prueba de vida‡". La segunda, de octubre del 2007, es otra cosa. Ya no se puede hablar de "prueba de vida‡" porque hay algo de ella que se escapa a la cámara. La extrema fragilidad de su cuerpo hizo temer el instante fatal.

La posibilidad de un desenlace trágico aceleró meses atrás la decisión del Gobierno colombiano de suspender las condenas de los miembros de las FARC presos en las cárceles si, a cambio, la guerrilla entregaba a los secuestrados que tenía en su poder.

En marzo pasado aseguraron haberla visto en un caserío, a 450 kilómetros de Bogotá, negándose a recibir alimentos y medicinas.

"Alguien me dijo que sus características físicas no distan mucho de las de los niños de Somalia", aseguró el defensor del pueblo, Vólmar Pérez. Ingrid Betancourt está volviendo del infierno. Es posible que el dolor nunca cese.

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